jueves, 4 de diciembre de 2008



El otoño sigue con su paso presto y empieza a descender la ladera anaranjada de hojas muertas. Y los atardeceres llegan antes, y se van más tarde, y el transcurso lento de las horas se desliza quedo en los oscuros rincones de la noche fría. Y en este corto trance de luz natural se condensan los colores que en primavera surgen en orden en un cielo lejano e indiferente.
Frente a mí van desfilando velozmente manadas de nubes tupidas y gruesas y en un minuto recorren de lado a lado mi ventana. El viento acelera su paso y las conduce a algún destino que desconozco y me inquieta. Y todo se llena de vida propia y de aquel latido invisible que alimenta las arterias de un mundo que acontece muy lejos del alcance de mi mano.
Clavo mi mirada encima de los tejados y creo que con estas nubes se va parte de mi alma y de aquellos sueños que nacieron para ser enterrados. Y noto cómo el viento los arrastra... lejos, muy lejos... por encima del cielo, por encima de las oscuras nubes que se pierden en la distancia... más allá de la luz y de la oscuridad que marca el tiempo... sobre el palpitar incesante que se escucha en mi pecho. Y creo que si me empeñara en seguir aquí sentada, para siempre, si mi voluntad cayera rendida al suelo, para siempre, si mi fuerza y mi gana sucumbieran ante la derrota del no puedo, para siempre, si mi anhelo de vida se extraviara en los caminos confusos que se enredan bajo mi mirada, para siempre, la vida que hallo fuera avanzaría sin mirar a través de mi ventana, sin ver mis ojos perdidos en la lejanía de sus pisadas. No me dedicaría un adiós último y lacónico.
¿Qué quedaría de mí? Una figura de piedra y mármol ahogada en los sollozos de la lástima que de sí misma levanta, una imagen triste y abatida de una vida que se gastó en la nada, de una oportunidad maldecida y desperdiciada, de la sombra de una figura hermosa que durmió en los velos taciturnos de la traición de su propia fragancia. Y así me abandonaría este cielo, desviando su mirada contra el viento, sin pronunciar más que silencio.
Ni un adiós último y lacónico. Nada.
La tenebrosidad más profunda ha levantado su capa sobre las casas. El viento aúlla entre las tejas rotas y levanta los pétalos fucsias de mi buganvilla mal cuidada. El frío ha anclado en este puerto de almas encerradas. Las calles descansan afligidas y esperan que lleguen las primeras voces de la mañana. El aliento se ha convertido en vaho gélido que dibuja figuras extrañas. Las llamas de los fuegos crepitan sobre camas ennegrecidas de ladrillos. Las chimeneas exhalan el humo de sus cigarros encendidos. Y el silencio es más silencio, una compañía más duradera que llegará a dormir sobre la almohada dándome la espalda.
La última nube tardía y postrera ha arrastrado de su nebulosa mano aquella oscuridad hermosa que hoy se anuncia con traje de gala bordado con lentejuelas doradas.
La visión que se extiende de nuevo me calma y me calla. Ya no hay más palabras. La figura de mí misma que rehuyo se convierte sólo en una pieza minúscula del incalculable reparto de personajes diversos y extraños en esta novela eterna e inacabada. Y entonces me pregunto qué sería de esta obra sin esta pequeña pieza mal creada, qué sería del argumento de este momento si mi voz no se escuchara, de este discurso maltrecho si falta sólo una palabra.
Y de nuevo miro al cielo. Múltiples destellos cimbreantes adornan la atormentadora infinidad profunda y se ríen del vértigo que se aleja entre sus trajes espumosos de áureas telas bordadas. Y de pronto todas aquellas luces lejanas dejan de existir un momento. Delante de mí aparece sólo una estrella, frente a mis ojos. Ha dejado su baile incesante y se ha detenido un momento, sólo para mirarme, ella entre un millón de estrellas. Sólo una. Y me mira sin parpadear ni un segundo.
Casi la veo acercarse despacio, muy despacio, con zapatos de ballet blancos, y así descender de su lecho tranquilo para acostarse en la comisura suave que le ofrece mi mano. Y su rastro rítmico y pausado calienta la indiferencia que antes me abrazaba con fuerza y me cuenta una historia nueva, con un tono sosegado y tranquilo y cada verbo que pronuncia cierra las cortinas de mis ojos para elevarme por encima de este cielo ahora roto. Se acerca al hilo que dibuja mis labios y en su sigilo estrepitoso lleno de secretos deja descansar su primer beso.
Si mi alma se perdiera en el abismo de mis palabras calladas y de mis pensamientos clavados en la cima del ensueño, si entonces este personaje con un discurso de un segundo desapareciera en el escenario tras el telón oscuro, ¿lloraría esta estrella? Si supiera que caería una lágrima de su cara encendida para posarse en la mejilla fría del olvido, entonces caminaría, siempre, hacia ella, para que me murmure al oído que me echaría de menos y que mi ausencia sería tan grande como que desapareciera del cielo una estrella.
Y mientras pensaré en ese beso, en aquel roce inocente e ingenuo, en la imagen que quedó clavada en mis labios y en mi cuerpo de aquella luz cegadora alejándose por un camino inseguro y confuso pero abriendo paso al respiro de su dulce voz muda que me habla en susurros. Y esta noche será menos oscura porque la luz que me ha dejado ha entrado por mis labios.
Dejaré en el alféizar de mi ventana un beso congelado para que lo recoja en la mañana, porque mañana llegará, sólo para ella, para que guarde mi regalo en el fondo de su vestido hecho con jirones de belleza.